La huida de Morfeo


Pelujo está insomne. Oscilan sus dos últimas hojas, sus moneditas de oro, en la noche pierden su dorado natural y se transforman en sellos opacos sin haz, ni envés, sin cara, sin precio. Las ramas finiiiiísimas, en lo alto, mantienen su compostura. Pelujo tiene una estrella, un lucero que cuida su vigilia. Desde la ventana se observa que viento está dormido, las nubes algodonean la escena aportando un gris blanquecino de fondo.

Las ramas de Pelujo se enredan en la parte media de lo que fue su copa, una intrincada maraña de circuitos de sabia dormida, de caña dura; se entrecruzan una y otra vez hasta dotar a la imagen de una mayor profundidad de campo. Se adivina la presencia de un árbol vecino igual de enmarañado. Aunque en la tierra vive de costado en otra parcela, mira a otra calle, sin embargo en la medida que vamos subiendo del tronco a las ramas une sus dedos con Pelujo y entre los dos esconden a un edificio lejano en la noche.

Pelujo quiere dormir y no me habla: ronronea cuentos, saltea las ovejas repletas de lana caliente en duermevela. Tal vez siente frío y por eso no puede descansar a rama suelta. Decido correr la cortina para arropar sus manitas de madera, calentar su mirada inacabada y que sus párpados cedan al sueño.
Tranquilo Pelujo, que pronto vendrá la madrugada y las horas traerán al sol para calentar tu estancia.



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