El espejo mordido
De tanto mirarme en los escaparates y no encontrarme decidí no volver a ir de compras. Un pequeño e incesante susurro me perseguía: Escapa y rápate, aquí la ropa es menguante.
Por las noches peinaba mi pelo abatido y volvía a escuchar aquella voz; me miraba en el espejo del baño y no me reconocía. Anduve por las calles con el paso largo y de frente, debo confesar que evitaba todo tipo de reflejos espantada. Me pedían fotos y enviaba cualquier recortable que adjuntar. Antes de acostarme me echaba crema y al no reconocerme las muecas huía hacia la almohada y me enterraba en el edredón.
Una mañana encontré la máscara; el rodillo del polvo compacto, el collar de perlas, la camisa blanca y el polo azul marino. Recogí con guantes de látex todos aquellos artificios; las planchas del pelo, las mascarillas y las cremas de noche. En una gran bolsa de basura, metí todos los contratos con empresas anteriores, descuarticé el dni y me reservé un pasaporte a punto de caducar. Antes de cerrar la puerta, resolví que era fundamental recuperar también los zapatos de tacón y el abrigo ejecutivo; todo bien acomodado en una bolsa de basura perfumada. Revolví, revolví y revolví, como las brujas dan vueltas a su poción, fui abriendo todos los cajones, saqué todos los fulares de la chistera del mago, maté a todas las palomas, rompí todas las cartas. Dejé la casa limpia de rasgos extraños, ya no había propiedades; ni tuyos, ni suyos, ni míos. Rompí todos los espejos. Me mordí un brazo y me solté el pelo.
Desposeída de todo lo irreconocible busqué el contenedor más alejado de la ciudad y tiré gran parte del contenido envuelto en plástico. Sin embargo, al ver los zapatos de tacón decidí quedármelos para darles otro destino distinto al triturador. Corrí con la bici como nunca antes, hacía frío y empezaba a oscurecer, me di cuenta de que no había llegado ni a comer; no importaba, estaba alimentando otras hambres, ocultas en una cara de cartón pluma del Body Shop. Me fui a una parte oscura del río, bajo la luz amarillenta de una farola desportillada, miré de nuevo aquellos zapatos de oficina y bolso a juego, esos taconcitos imposibles que guardaba junto al archivo para cuando llegaban las visitas. Con gran agitación lancé uno al agua; al principio flotaba, tiré una piedra para que el agua venciera la punta y naufragara hacia lo más profundo de la profundidad sucia del río urbano, vista la lentitud del espectáculo, tiré el siguiente taconazo con una gran piedra dentro. Una vez desaparecieron en el agua oscura los bolsos repletos de carmín busqué un sitio apropiado para aparcar la bici, metí las llaves del candado en el buzón de un nombre que decía que su dueña vivía sola, y salí escopetada en un taxi hacia el aeropuerto, sin maleta.
Me lavé la cara varias veces con un jabón en crema que prometía más limpieza por su olor que por su textura, al rato, recordé que en los aseos de los aeropuertos no suelen tener jabón de glicerina, precisamente. Me enfrenté a mi enemigo número 1: el espejo. Finalmente, éste me ofreció un resultado que me convencía. Junto a mi cara estaba la sonrisa una señora de aspecto alemán, rubia y con gafas pequeñitas. Acabó pausadamente de pintarse los labios rojo Paloma Picasso y me preguntó si me esperaba alguien en Brisbane, la imagen del espejo recobró mi sonrisa del 2003 fresca y austera, sin máscara, sin preámbulos, ni pasados o futuros. Así fue cómo el espejo mordido contestó en alemán que el encuentro ya había tenido lugar.
Por las noches peinaba mi pelo abatido y volvía a escuchar aquella voz; me miraba en el espejo del baño y no me reconocía. Anduve por las calles con el paso largo y de frente, debo confesar que evitaba todo tipo de reflejos espantada. Me pedían fotos y enviaba cualquier recortable que adjuntar. Antes de acostarme me echaba crema y al no reconocerme las muecas huía hacia la almohada y me enterraba en el edredón.
Una mañana encontré la máscara; el rodillo del polvo compacto, el collar de perlas, la camisa blanca y el polo azul marino. Recogí con guantes de látex todos aquellos artificios; las planchas del pelo, las mascarillas y las cremas de noche. En una gran bolsa de basura, metí todos los contratos con empresas anteriores, descuarticé el dni y me reservé un pasaporte a punto de caducar. Antes de cerrar la puerta, resolví que era fundamental recuperar también los zapatos de tacón y el abrigo ejecutivo; todo bien acomodado en una bolsa de basura perfumada. Revolví, revolví y revolví, como las brujas dan vueltas a su poción, fui abriendo todos los cajones, saqué todos los fulares de la chistera del mago, maté a todas las palomas, rompí todas las cartas. Dejé la casa limpia de rasgos extraños, ya no había propiedades; ni tuyos, ni suyos, ni míos. Rompí todos los espejos. Me mordí un brazo y me solté el pelo.
Desposeída de todo lo irreconocible busqué el contenedor más alejado de la ciudad y tiré gran parte del contenido envuelto en plástico. Sin embargo, al ver los zapatos de tacón decidí quedármelos para darles otro destino distinto al triturador. Corrí con la bici como nunca antes, hacía frío y empezaba a oscurecer, me di cuenta de que no había llegado ni a comer; no importaba, estaba alimentando otras hambres, ocultas en una cara de cartón pluma del Body Shop. Me fui a una parte oscura del río, bajo la luz amarillenta de una farola desportillada, miré de nuevo aquellos zapatos de oficina y bolso a juego, esos taconcitos imposibles que guardaba junto al archivo para cuando llegaban las visitas. Con gran agitación lancé uno al agua; al principio flotaba, tiré una piedra para que el agua venciera la punta y naufragara hacia lo más profundo de la profundidad sucia del río urbano, vista la lentitud del espectáculo, tiré el siguiente taconazo con una gran piedra dentro. Una vez desaparecieron en el agua oscura los bolsos repletos de carmín busqué un sitio apropiado para aparcar la bici, metí las llaves del candado en el buzón de un nombre que decía que su dueña vivía sola, y salí escopetada en un taxi hacia el aeropuerto, sin maleta.
Me lavé la cara varias veces con un jabón en crema que prometía más limpieza por su olor que por su textura, al rato, recordé que en los aseos de los aeropuertos no suelen tener jabón de glicerina, precisamente. Me enfrenté a mi enemigo número 1: el espejo. Finalmente, éste me ofreció un resultado que me convencía. Junto a mi cara estaba la sonrisa una señora de aspecto alemán, rubia y con gafas pequeñitas. Acabó pausadamente de pintarse los labios rojo Paloma Picasso y me preguntó si me esperaba alguien en Brisbane, la imagen del espejo recobró mi sonrisa del 2003 fresca y austera, sin máscara, sin preámbulos, ni pasados o futuros. Así fue cómo el espejo mordido contestó en alemán que el encuentro ya había tenido lugar.
Me gusta, me gusta. ¿Dónde pueden conseguirse esos espejos?
ResponderEliminarWONDERFUL TEXT...really good!
ResponderEliminar"...tiré una piedra para que el agua venciera la punta y naufragara hacia lo más profundo de la profundidad sucia del río urbano, vista la lentitud del espectáculo, tiré el siguiente taconazo con una gran piedra dentro. Una vez desaparecieron en el agua oscura los bolsos repletos de carmín busqué un sitio apropiado para aparcar la bici, metí las llaves del candado en el buzón de un nombre que decía que su dueña vivía sola, y salí escopetada en un taxi hacia el aeropuerto, sin maleta" (Bravo!!!)
Es como tirar todo lo inútil, todos los disfraces y dejar que la belleza personal, la auténtica y libre, salga a la luz y se paré en un café antiguo en cuya puerta se pueda dejar la bicicleta, ajena al frio.
Port of Kovenhavn, this time.