Las cenizas de Max, mi abuela
Por las noches mirábamos el fuego, mi abuela y yo. Nos fascinaba la danza de las llamas. Para mí el mayor regalo era bucear en la chimenea oscura, y alcanzar el brillo de las estrellas en lo alto, que sin duda, me miraban a mí, dispuestas a proteger nuestros sueños para el futuro. Mi abuela no me dejaba acercarme tanto al fuego como yo quisiera, obstinada en alcanzar la complicidad con las estrellas. Así que después de horas de dar la espalda a la televisión y seguir el vals de los sarmientos crepitantes, pesarosa me iba a dormir, no sin que antes me hiciera una trenza y jugásemos al calor entre las mantas, junto con mi hermano; todos en la misma cama grande de sábanas húmedas bajo una noche estrellada, sin nubes y con los silbidos del viento que azotaban a las persianas. A la mañana siguiente, limpiábamos juntos la chimenea y echábamos las cenizas en un cubo de zinc, entre mi hermano y yo sacábamos el cubo al porche para que mientras desayunábamos se fueran enfriando las ascuas de
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