Culpa de nieve


Cuando tienes una Biblia entre tus manos, y no es la católica, nace una flor de agua delicada, blanca. Al observar su lomo, cuarteado de tanto leer los versos, tu insaciable dedo índice se convierte en nieve, nunca en fuego. Al contemplar sus grietas de libro deshojado te dan ganas de besar sus copos. En un abrazo de bebé cobijas las páginas lechosas que nunca olvidas, y acaricias su boca como quien dice la portada.

Cuando tienes una Biblia de nieve ante tus ojos, sólo puedes volverla a abrir repetidas veces por el mismo poema y abrir tu calma: tus dedos son ya raíz desde su cubierta, nunca huracán de luna roja. 

Volver a tener tu poemario personal entre la paz de tus manos, ése que alguien lejano a ti escribió para tu frágil interior, sin conocerte. Es en esa conversación silenciosa, cuando desaparece toda lucha, tú ya no eres la misma, y nadie se relame afuera enarbolando un crucifijo o una bandera. Al leer esos versos que  te inundan tan adentro, y que ya casi te sabes de memoria, te das cuenta de que la culpa fue un pésimo poema, demasiadas veces repetido por malas lenguas como una letania eterna: por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.  Al leer, sin embargo,  como bálsamo sobre la llaga, esa otra sucesión de palabras puras, observas que el supuesto error se derrite bajo la luz de una escarcha que alumbra y no quema. Eres, me basta.

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