El secreto de la luna grande
Dedicado a Silvia Cuevas-Morales y Eusebio que adivinaron dónde estaba de vacaciones en una escapada pre-otoñal.
2º Premio cuento de la UAM 2017
Vera Moreno
La señora Brígida tenía una verruga en la cara: por ahí le entraban y le salían los muertos. A su marido le mataron después de la guerra, cuando volvía a su pueblo a ver a los suyos porque decía, pensaba, que él no había hecho nada malo. Dicen que fue por donde las eras, pero no fue ningún Valdeverdejo, sino de Torrico, de la raíz misma de su pueblo. Le trincaron con un tridente afilado de madera, y no separaron el trigo de la paja, sino que le entraron por las vísceras y la punta del tenedor gigante vio el sol a través de su costado. Un hilillo, que se encauzó en reguero de sangre, quedó tras sus pasos. Cuando alcanzó a su padre dijo: me han reventao por dentro, padre.
Cosía la señora Brígida, cosía y cosía para sacar adelante a su familia desmembrada: lagartera, mi niña, lagartera. Con manos de plata y ojos de barro cosía de memoria, siguiendo al tacto las hebras y la tela. Sus dedos de hilandera todo lo sabían. Finas puntadas, certeras sobre el tejido, y no sobre el cuerpo, para unir ausencias, para crear belleza y no para destrozar la infancia de unos hijos que nada entendían de la guerra, apenas el hambre, y unos jerséis que picaban como rayos, que enviaron los americanos gracias a Franco, decían.
La abuela de mi prima, la señora Brígida, murió por ese boquete en la cara y la grieta en el corazón. Ésta se la donó sin querer a sus hijos, y por no hablar, por sellarlo todo con humo, al tío Sixto los muertos le entraron por la garganta. Se acordaba de la Selva Negra, aún en la cama blanca del hospital, allí tan flaco y espigado como siempre, con su voz de carro a punto de descarrilar nos decía frases sueltas en alemañol, hasta que una mañana a los muertos se les hizo de noche y no quisieron salir. Y Franco estaba ya muerto y bien muerto, pero su hoz de segador seguía degollando gargantas, hurgando en la cara de los pobres del pueblo. Ojos que quedaron ciegos porque no querían ver, ojos que desembocaban en pozos de tristeza sin fondo, y en el fondo del pozo latía una pregunta, (tantas veces la misma pregunta con nombres diferentes, y la misma respuesta encogida en un silencio de miedo y sombra).
De la cuerda del pozo ya no pendía ningún cubo, de un lado al otro de lo profundo oscilaba la voz de la Vargas que preguntaba: ¿dónde estará Federico?¿Dónde? ¿Qué hicieron con tu muerte? La luna grande lo sabe, pero no se lo dejan decir en esta España callada a cañonazos; a navajazos y tridentes de las eras; a paseos nocturnos y espaldas con agujeros; a zapatos perdidos por los campos, junto a cartuchos de caza desperdigados; en definitiva, a campos de amapolas que disfrazaban de vida la muerte. Son tan tan pocos quienes quieren seguir este hilillo, este reguero de sangre, esa fuente interminable de muertos que entran y salen por las oquedades de los vivos, y en el grito callado encallan.
Y los tridentes del trigo aguardan otras furias, y el pozo sigue tan tan negro que no conoce la luz. Y la luna grande enrojece en Escorpio, y ¿Federico? Un eclipse por respuesta no es suficiente. Y no es agua de lágrimas sino luz lo que falta, en este hilo de historias que no se cuentan por miedo a destapar el reguero, el río, el mar embalsado, la triste fuente de sangre roja de la anterior República.
La vida pasa y Lorca queda, se quedan sus versos, sus romances, su yo poeta en Nueva York y todavía, a veces, demasiadas veces se nos olvida que aún nadie sabe dónde está. Chavela Vargas le conoció, y antes de morir la chamaca nos dejó como legado su Luna Grande, y vino a la Residencia de Estudiantes a recordarnos que no sabemos dónde está. Vino a nombrar su recuerdo y se fue de
nuevo a su volcán de sollozos de plata a morir, a reencontrarse con la tierra que le concedió crecer. Y este realismo mágico aquí en España no se entendió, porque nos habita el olvido programado, y sólo nos queda escribir cuentos contando historias como la de la abuela de mi prima, su verruga en la cara, sus manitas de plata, y sus ojos ciegos que una mañana pusieron tierra a esta triste historia.
2º Premio cuento de la UAM 2017
Vera Moreno
La señora Brígida tenía una verruga en la cara: por ahí le entraban y le salían los muertos. A su marido le mataron después de la guerra, cuando volvía a su pueblo a ver a los suyos porque decía, pensaba, que él no había hecho nada malo. Dicen que fue por donde las eras, pero no fue ningún Valdeverdejo, sino de Torrico, de la raíz misma de su pueblo. Le trincaron con un tridente afilado de madera, y no separaron el trigo de la paja, sino que le entraron por las vísceras y la punta del tenedor gigante vio el sol a través de su costado. Un hilillo, que se encauzó en reguero de sangre, quedó tras sus pasos. Cuando alcanzó a su padre dijo: me han reventao por dentro, padre.
Cosía la señora Brígida, cosía y cosía para sacar adelante a su familia desmembrada: lagartera, mi niña, lagartera. Con manos de plata y ojos de barro cosía de memoria, siguiendo al tacto las hebras y la tela. Sus dedos de hilandera todo lo sabían. Finas puntadas, certeras sobre el tejido, y no sobre el cuerpo, para unir ausencias, para crear belleza y no para destrozar la infancia de unos hijos que nada entendían de la guerra, apenas el hambre, y unos jerséis que picaban como rayos, que enviaron los americanos gracias a Franco, decían.
La abuela de mi prima, la señora Brígida, murió por ese boquete en la cara y la grieta en el corazón. Ésta se la donó sin querer a sus hijos, y por no hablar, por sellarlo todo con humo, al tío Sixto los muertos le entraron por la garganta. Se acordaba de la Selva Negra, aún en la cama blanca del hospital, allí tan flaco y espigado como siempre, con su voz de carro a punto de descarrilar nos decía frases sueltas en alemañol, hasta que una mañana a los muertos se les hizo de noche y no quisieron salir. Y Franco estaba ya muerto y bien muerto, pero su hoz de segador seguía degollando gargantas, hurgando en la cara de los pobres del pueblo. Ojos que quedaron ciegos porque no querían ver, ojos que desembocaban en pozos de tristeza sin fondo, y en el fondo del pozo latía una pregunta, (tantas veces la misma pregunta con nombres diferentes, y la misma respuesta encogida en un silencio de miedo y sombra).
De la cuerda del pozo ya no pendía ningún cubo, de un lado al otro de lo profundo oscilaba la voz de la Vargas que preguntaba: ¿dónde estará Federico?¿Dónde? ¿Qué hicieron con tu muerte? La luna grande lo sabe, pero no se lo dejan decir en esta España callada a cañonazos; a navajazos y tridentes de las eras; a paseos nocturnos y espaldas con agujeros; a zapatos perdidos por los campos, junto a cartuchos de caza desperdigados; en definitiva, a campos de amapolas que disfrazaban de vida la muerte. Son tan tan pocos quienes quieren seguir este hilillo, este reguero de sangre, esa fuente interminable de muertos que entran y salen por las oquedades de los vivos, y en el grito callado encallan.
Y los tridentes del trigo aguardan otras furias, y el pozo sigue tan tan negro que no conoce la luz. Y la luna grande enrojece en Escorpio, y ¿Federico? Un eclipse por respuesta no es suficiente. Y no es agua de lágrimas sino luz lo que falta, en este hilo de historias que no se cuentan por miedo a destapar el reguero, el río, el mar embalsado, la triste fuente de sangre roja de la anterior República.
La vida pasa y Lorca queda, se quedan sus versos, sus romances, su yo poeta en Nueva York y todavía, a veces, demasiadas veces se nos olvida que aún nadie sabe dónde está. Chavela Vargas le conoció, y antes de morir la chamaca nos dejó como legado su Luna Grande, y vino a la Residencia de Estudiantes a recordarnos que no sabemos dónde está. Vino a nombrar su recuerdo y se fue de
nuevo a su volcán de sollozos de plata a morir, a reencontrarse con la tierra que le concedió crecer. Y este realismo mágico aquí en España no se entendió, porque nos habita el olvido programado, y sólo nos queda escribir cuentos contando historias como la de la abuela de mi prima, su verruga en la cara, sus manitas de plata, y sus ojos ciegos que una mañana pusieron tierra a esta triste historia.
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