Anidar en sofás ajenos

 
No quieres que lleguen.

Rezas a tu manera para que esta casa se adhiera a tu cuerpo pequeño, para que esta madera que ahora barres te pertenezca: una hora más, un día más. Serías más feliz si vinieran mañana o mejor, la semana que viene. Sabes que vuelven, aunque no consigues encontrar la ecuación científica que determine en qué minuto interrumpirán tu canto. ¿Cuál será el movimiento de tus manos cuando lleguen de nuevo con sus maletas? ¿En qué escalón estará tu pie derecho? ¿Qué nota se detendrá por tu garganta cuando los oigas? Entrarán ruidosos por el umbral de la puerta entreabierta, usurparán el territorio, ese lugar que piensan es su casa y que sin embargo, se convierte ahora, en la claridad del día, en tu propia iglesia.  Santuario laico, de paz y armonía. Espacio y tiempo se funden en tu propia madeja. Son hilo y ovillo, almohada y pista de baile para tu lastimado ser.

Con detenimiento observas las telarañas vencidas por el sol y los días. Las arañas deben habitar  por debajo de la hamaca, otras prefieren la oscuridad de las cortinas. Sin embargo, el calor las debe taladrar igualmente el seso, a juzgar por el número de insectos muertos que aparecen al descorrer la tela fucsia de las cortinas. Pasas a la acción y  tu cuerpo magullado reposa sobre la curva de relax y madera clara. Siempre miraste con deseo a las mecedoras, recaes ahora en esta tumbona combada de mimbre que te acomoda el sueño de media tarde. Los ojos entornados disfrutan del paisaje interior de tu nuevo habitat. Aquí todas las maderas son macizas. Muebles que juegan en una sinfonía cromática de colores, una sucesión de matices de robles esmaltados hasta llegar a la talla tosca del roble macizo, natural. La mesa de café baja, cercana a uno de los sofás del living, es bruta, llana, sin aristas: contiene la energía de la materia prima, sin pulir.


Disfrutas de la amplitud de líneas: los espacios diáfanos, las vigas de madera vista, los amplios ventanales. Esta arquitectura de invierno que invita al sol a entrar es nórdica y te hace sentir en casa, en tu propia casa. Esa que nunca podrás comprar. Suena el viento recorriendo las ramas por el bosque de pinos, sorda buscas el rugido de un motor y llegan, en cambio, los sonidos cálidos de los cencerros de las vacas. Adoras este silencio uterino. El alborozo de los niños se escucha lejano y deseas que siga siendo un eco distante.

Aunque trajiste cuatro pares de botas para andar por el campo, prefieres andar descalza sobre la tarima. Unos calcetines gordos te dan un aspecto alemán. El gato merodea por afuera, quiere entrar pero le sientes extraño, asertiva le niegas el paso. Sacas la basura con decenas de arañas muertas, disecadas por los grandes ventanales del oeste. Las otras, las vivas, cohabitan contigo, en principio, no te molestan.

Vera Moreno. Marzo 2011.



Dedicado a mi abuelo materno que hoy cumpliría 99 años, y le encantaba escaparse a vivir solo por una temporada en su propia casa, lejos de las hijas y los nietos. 

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