Después de Hopper
Despertar con la libertad de la luz que abre el día y entra en una habitación desvencijada, entreabierta. Observar y nombrar el interior: el cuerpo, la casa. Reconocer la quietud sobre una cama amplia, limpia. El balbuceo inaudible de un espacio, del silencio que se siente observado y se aferra a las paredes que un día fueron blancas y ahora la ceniza del tiempo dejó sus marcas.
No. No estamos en América, esto es otra cosa.
Detectar el rumor de los bordes de la ventana, del rincón cuadrado del techo, y la esquina cuadrada de la otra punta, que divide en dos planos la pared y la cúpula del cielo.
Enumerar:
bombilla desnuda,
sombra del marco que estuvo,
ventana sin cortina,
mancha, hollín atrapado en la pared.
Muebles que fueron caros, desportillados. No están todos.
Ruido del agua de una bañera que corre, no cesa, no deja dormir. El vecino imaginado que introduce, una y otra vez, su pie entre el agua caliente y la espuma.
Devolución de la realidad al voltear el cuerpo entre las sábanas y la almohada como cuerpo que acompaña la ausencia: sucesión interminable, eterna, de coches. La autopista.
Devolver al sueño lo que pertenece a la noche. Enterrar los pasos firmes, descalzos, impulsivos, borrar del pasillo el sudor de la ira. Recoger y doblar las sombras. Ahogar el gruñido de una mano severa que gira el pomo de mi puerta. La habitación, mi cuerpo deshabitado, quieto.
Desperezar,
observar inmóvil la casa antes del desahucio.
Aprovechar la espera.
Lo que vendrá ... aún no ha llegado.
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